viernes, septiembre 29, 2006

en Los dragones del edén de Carl Sagan

Un mejor conocimiento del cerebro puede influir también algún día en cuestiones sociales tan delicadas como son la definición de la muerte y la aceptabilidad del aborto. Por regla general, en los países de Occidente priva el criterio ético de que, si las circunstan­cias lo justifican, es permisible dar muerte a primates distintos del hombre y, con mayor motivo, a otros mamíferos. Sin embargo, un individuo no puede, en las mismas circunstancias, matar a otro ser humano. De ello se infiere que la diferencia entre una y otra actitud se explica por las cualidades específicamente humanas del cerebro. De la misma manera, cuando funcionan partes sustancia­les del neocórtex, debe considerarse que el paciente en estado de coma está ciertamente vivo en un sentido humano, a pesar del grave deterioro de otras funciones físicas y neurológicas. Por el contrario, un paciente vivo pero que no presente indicios de activi­dad neocortical (ni siquiera la que se da durante el sueño) debe conceptuarse, en un sentido humano, como muerto. En muchos de estos casos el neocórtex ha dejado fatalmente de funcionar, mien­tras que el sistema límbico, el complejo R y los componentes cere­brales inferiores siguen operantes, a la par que funciones básicas como la respiración y la circulación sanguínea no se ven afectadas. En mi opinión hace falta profundizar más en el conocimiento de la fisiología del cerebro humano antes de poder dar una definición genérica y bien fundamentada de la muerte, pero lo más probable es que la senda que conduce a esta definición nos lleve a contrapo­ner el neocórtex a los restantes componentes del cerebro.


Ideas similares podrían ayudar a resolver el apasionado debate sobre el aborto surgido en los Estados Unidos mediado el actual decenio, una controversia en extremo vehemente caracterizada por el rechazo rotundo de los puntos de vista de la otra parte. Por un lado están los que sostienen el derecho innato de la mujer al «con­trol de su propio cuerpo», lo cual incluye, según los que defienden esta tesis, el poder provocar la muerte del feto en base a diversos motivos, entre los que destacan la aversión psicológica a engen­drar un hijo y la falta de medios para educarlo. En el otro extremo están los que defienden la idea del «derecho a la vida», la aserción de que la muerte de un simple cigoto, de un óvulo fertilizado antes de la primera etapa embrionaria, equivale a un asesinato, por cuan­to el cigoto lleva en sí la capacidad de dar vida a un ser humano. Soy perfectamente consciente de que en un tema en el que concurren sentimientos tan apasionados toda solución que se proponga no satisfará a ninguna de las dos partes, y en ocasiones el corazón y la mente nos llevan a diferentes conclusiones. Sin embargo, reto­mando algunas ideas avanzadas en capítulos anteriores de este libro, quisiera ofrecer aunque sólo fuera una tentativa de compromiso razonable.


En indiscutible que legalizando el aborto se evita el drama y la carnicería a que conduce muchas veces el aborto clandestino reali­zado por manos incompetentes, y que en una civilización cuya supervivencia se ve amenazada por el espectro de un crecimiento demográfico sin control alguno, el aborto médico puede redundar en beneficio de la sociedad. Por otro lado, el infanticidio a secas resuelve de golpe ambos problemas y de hecho se ha empleado de manera generalizada en el seno de numerosas comunidades huma­nas, entre ellas determinados sectores sociales de la antigua Grecia, país que suele considerarse como la cuna de nuestra cultura. En la actualidad sigue practicándose en gran medida; en muchas partes del mundo uno de cada cuatro recién nacidos no vive más allá de un año. Sin embargo, y con arreglo a las leyes que rigen en la sociedad occidental, no cabe la menor duda de que el infanticidio constituye un asesinato. Teniendo en cuenta que un sietemesino, es decir, un niño nacido prematuramente en el séptimo mes del emba­razo, no se diferencia en nada fundamental del feto que lleva siete meses en el útero, me parece lógico concluir que el aborto, por lo menos en los últimos tres meses, ronda el asesinato. Las objecio­nes de que el feto durante el tercer trimestre todavía no respira me parecen un tanto equívocas, y, así, cabría preguntarse si es permi­sible cometer infanticidio inmediatamente después de que la criatu­ra haya nacido, cuando todavía no se ha cortado el cordón umbi­lical ni el niño ha aspirado la primera bocanada de aire. En una línea discursiva similar, si yo no estoy psicológicamente preparado para convivir con un extraño, por ejemplo, en un cuartel o en una residencia universitaria, no por ello tengo derecho a darle muerte, y, de la misma manera, la irritación que pueda producirme el destino que se da al dinero que pago en concepto de impuestos no debe llevarme al extremo de exterminar a los recipendiarios de los mismos. Con frecuencia suele entremezclarse en estos debates la cuestión de las libertades civiles. ¿Por qué se me han de imponer las convicciones de otros sobre esta cuestión?, se preguntan algu­nos. Con todo, aquellos que personalmente no suscriben el concep­to convencional de asesinato, se ven constreñidos por la sociedad a someterse a lo dispuesto en el código penal.


En el polo opuesto de la discusión, la frase «derecho a la vida» constituye un ejemplo claro de expresión altisonante concebida para impresionar más que para aclarar las cosas. Ni hoy ni nunca ha existido en ningún país de la tierra el derecho a la vida (tal vez haya alguna excepción, como los jainís de la India). Criamos ani­males domésticos para luego darles muerte, destruimos los bosques, contaminamos ríos y lagos hasta causar la muerte de toda la fauna piscícola, cazamos venados por deporte, leopardos por la piel y ballenas para preparar comida para los perros, atrapamos a los delfines, boqueantes y semiasfixiados, con grandes redes del tipo utilizado para la pesca del atún, y sentenciamos a muerte a los perros cachorros para «equilibrar la población». Todos estos ani­males y vegetales están tan vivos como nosotros. Lo que muchas sociedades humanas protegen no es la vida, sino la vida del hom­bre, y aun así desencadenamos guerras con medios «modernos» que causan estragos en la población civil y que suponen un tributo tan escandaloso que muchos de nosotros ni siquiera nos atrevemos a entrar en su consideración. A menudo se intenta justificar este genocidio acudiendo a una redefinición racista o nacionalista de nuestros oponentes que no les reconoce siquiera la condición de hombres.


Debo decir, también, que el argumento acerca de la capacidad del cigoto para dar vida a un ser humano me parece sumamente endeble. En circunstancias propias cualquier óvulo o esperma tiene este mismo potencial. Con todo, ni la masturbación ni las polucio­nes nocturnas del varón suelen conceptuarse como actos antinatu­rales merecedores de una condena por asesinato. Una sola eyacula-ción contiene suficiente número de espermatozoos para generar centenares de millones de seres humanos. Por si esto fuera poco, es posible que en un futuro no muy lejano podamos dar vida a un ser humano a partir de una simple célula tomada prácticamente de cualquier parte del cuerpo del donante. Si ello es así, cualquier célula del organismo debidamente preservada hasta el momento en que la gestación extracorpórea se lleva a la práctica con garantías puede llegar a convertirse en un ser vivo. Por lo demás, ¿cometo un genocidio si me pincho un dedo y vierto una gota de sangre? Como puede observarse, se trata de cuestiones muy complejas. Asimismo, me parece evidente que la solución debe entrañar un compromiso entre un número de valores muy preciados pero anta­gónicos. La cuestión clave del dilema radica en poder determinar en qué momento el feto puede considerarse un ser humano, dilema que a su vez depende de lo que se entienda por humano. Desde luego, no el hecho de tener una configuración humana, porque una masa de material orgánico que se asemejara a un hombre pero que fuera elaborada con tal fin no podría considerarse propiamen­te humana. Asimismo, un hipotético ser extraterrestre dotado de inteligencia que no se asemejara a nosotros pero que poseyera unas cualidades éticas, intelectuales y artísticas superiores a las del hom­bre debería entrar en nuestro cuadro de prohibiciones contra el asesinato. Lo que acredita nuestra condición humana no es lo que parecemos, sino lo que somos. La razón por la que prohibimos dar muerte a otro ser humano debe sustentarse en alguna cualidad peculiar del hombre, cualidad a la que conferimos especial valor y que pocos o ningún otro organismo de la Tierra posee. Es induda­ble que la humanidad de un ser no viene determinada por el hecho de que sea capaz de sentir dolor o emociones intensas, ya que entonces deberíamos extender este criterio a los animales a los que damos muerte gratuitamente.


Creo que la cualidad humana básica no puede ser otra que nuestra inteligencia. Si lo consideramos así, la inapelable inviolabi­lidad de la vida humana puede identificarse con la evolución y la presencia del neocórtex. No podemos exigir que se trate de una evolución plena porque ésta no se produce hasta muchos años después del nacimiento, pero tal vez podríamos determinar que el tránsito a la fase humana acaece en el momento en que se inicia la actividad neocortical tal como viene registrada por la electroence-falografía del feto. La observación de algunas funciones biológicas muy simples nos ofrece indicativos del momento en que el cerebro cobra un carácter específicamente humano (véase la figura de la página siguiente). Hasta la fecha se ha investigado muy poco dicha cuestión, y estoy convencido de que los estudios en este terreno desempeñarían un papel determinante en la consecución de un compromiso aceptable que zanjara los debates sobre el aborto. Indudablemente, habría diferencias de un feto a otro en cuanto al momento de iniciación de las primeras señales electroencefalográfi-cas del neocórtex, y todo intento de formular una definición legal del momento en que comienza la vida propiamente humana debe­ría adoptar una pauta de prudencia, es decir, en favor del feto menos desarrollado capaz de exhibir tal actividad. Tal vez el mo­mento de transición habría que fijarlo hacia el término del primer trimestre o próximo al inicio del segundo trimestre del embarazo. (Estamos hablando aquí de lo que, en una sociedad de seres racio­nales, debiera estar prohibido por la ley. O sea, que todo aquel que piense que el aborto de un feto menos desarrollado que el pro­puesto como base constituye un asesinato, no tiene por qué verse obligado a llevar a cabo ni aceptar el aborto en cuestión.)


Pero una aplicación consecuente de las ideas expuestas ha de rehuir todo intento de chovinismo humano. Si existen otros orga­nismos cuya inteligencia, aunque de grado inferior, corresponda a la de un ser humano completamente desarrollado, habría que ofre­cerles por lo menos la misma protección contra el asesinato que deseamos hacer extensiva al ser humano ya en los comienzos de su vida uterina. Por todo ello, habida cuenta de que existen cuando menos pruebas suficientes que abonan la creencia de que los delfi­nes, ballenas y simios de toda especie son criaturas inteligentes, estimo que toda postura moral sobre el aborto que sea un poco con­sistente ha de contener severas disposiciones contra, por lo menos, la matanza injustificada de estos animales. Pero creo que la clave última de la solución a la controversia sobre el aborto debe dárnos­la la investigación de la actividad neocortical del feto.

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