jueves, julio 17, 2008

en Una manzana..., un puñado de avena, de Cecilia Davrowska

Adormecido por el rítmico paso de los tres animales [que tiraban del arado] y la quietud de la tierra, Tom Davis se hallaba completamente desprevenido de lo que ocurrió. Casi lo aceptó en forma pasiva, como se acepta la terrible consecuencia de una pesadilla. Hubo un súbito y concertado movimiento debajo de él, y de repente se vió arrojado del asiento, catapultado en línea parabólica, como cualquier otra porción de tierra delante de las cuchillas giratorias, a las que el sol arrancaba burlones destellos.

Al sentirse arrojado del asiento y perder las riendas de sus manos, automáticamente les gritó a los tres caballos y una sola vez:

- ¡Hey..., aquí!

Su voz sonó alta, sorprendida y angustiada, viendo la proximidad, la inminencia de la muerte. Entonces tocó el suelo, cayendo en el surco, falto de aliento, oprimido el corazón por el terror de la catástrofe. Se quedó inmovil, su puño aún cerrado sobre unas inexistentes riendas.

Pero los tres caballos le habían oído. Por encima de los gritos de los pájaros le habían oído y, mediante un poderoso esfuerzo, se detuvieron en el mismo y preciso instante; las patas delanteras a medio paso, quedaron afianzadas en la tierra con determinación.

Tom Davis se incorporó después de un largo, angustioso momento. Sobre él, los discos de acero formaban una serie de múltiples lunas hacia la eternidad, y una de ellas tocaba su frente con la desnuda promesa de la muerte. Con precaución, levantó la cabeza y la cuchilla mordió levemente en su frente. Se apartó con presteza y se sentó. Un pié lo tenía entre los cascos de la yegua inmóvil. Impasibles, los tres animales esperaban la conocida voz de mando para seguir moviéndose.

Tembloroso, el viejo trotó débilmente sobre las aflojadas cadenas, y se situó al frente del equipo. Los tres caballos lo contemplaron y relincharon débilmente. Por turnos, los fue acariciando, sin encontrar las palabras apropiadas para expresar lo que sentía. Él, que siempre les había hablado a los caballos, ahora permaneció mudo ante ellos. Tenían sudorosos los cuerpos por el enorme calor, y él permaneció allí con la cabeza ligeramente inclinada, sobrecogido por la rara imponderabilidad de que las bestias, en su mortalidad, pueden ser sólo recompensadas por el hombre por lo que hacen. Y los tres animales no supieron, ni nunca lo sabrían, que debido a haberse detenido a su voz de mando, su amo no había muerto bajo el filo de las cuchillas del arado.

Una manzana..., un puñado de avena, el breve placer de una mísera recompensa, era todo cuanto podía ofrecerles a cambio de su vida. Se dio plena cuenta de su impotencia para comunicarles su gratitud, de la pura confianza que se les otorga a quienes poseen el dominio sobre todas las bestias de la tierra.