miércoles, enero 12, 2011

Es Gestarescala de Phillip K. Dick

El hombre del cubículo contiguo al suyo le gritó un saludo: —Salud y larga vida al Presidente.— Rutina, nada más.

—Sí —, musitó Joe. Otros cubículos, muchos de ellos, unos sobre los otros. “¿Cuántos habrá en el edificio?”, pensó de repente.

“¿Mil? ¿Dos mil, o dos mil quinientos? Ya sé lo que puedo hacer hoy”, se dijo; “puedo investigar y averiguar cuántos cubículos hay además del mío. De ese modo sabré cuánta gente hay en el edificio..., sin contar, claro está, a los ausentes por enfermedad y a los que han muerto”.

Pero, primero, un cigarrillo. Sacó un paquete de cigarrillos de tabaco —algo completamente ilegal, por el daño que causaba a la salud y la naturaleza adictiva de la planta en sí— y se dispuso a encender uno.

Como siempre ocurría al hacer eso, su mirada se posó sobre el detector de humo puesto en la pared frente a él. Cada bocanada, una multa de diez vales, se dijo. Volvió a colocar los cigarrillos en su bolsillo, se frotó la frente con energía, tratando de vislumbrar el deseo enquistado en el fondo de su ser, el ansia que le había llevado a infringir ya varias veces esa reglamentación. ¿Qué es lo que realmente añoro?, se preguntó. La gratificación oral es un mero sustituto. Llegó a la conclusión de que era algo enorme; sintió un hambre primitiva que abría sus grandes fauces, como si fuera a devorar todo lo que le rodeaba. Trasladar el mundo de su alrededor a su universo interno.

Así era como jugaba. Esa sensación había creado, para él, el Juego.

Oprimiendo el botón rojo, levantó el auricular y esperó a que el lento y chirriante conmutador le proporcionase una línea exterior para su videófono.

—Scuac —protestó el videófono. En la pantalla se veían colores y trazos abstractos; la interferencia electrónica era apenas visible.

Marcó de memoria. Doce números, comenzando con el tres de Moscú.

—De parte de las oficinas del Vicecomisionado Saxton Gordon —dijo al operador ruso que le miraba con enojo desde la pantalla.

—Más juegos, me supongo —contestó el operador.

—No sólo por medio de harina de plancton puede mantener sus procesos metabólicos el bípedo humanoide —dijo Joe

Después de mirarle con desaprobación, el operador le comunicó con Gauk. Se encontró frente a la cara delgada y aburrida del pequeño funcionario soviético. El aburrimiento se transformó de inmediato en interés.

—A preslavni vityaz —entonó Gauk—. Dostoini konovod tolpi byezmozgloi, prestóopnaya.

—Bueno, no me eches un discurso —dijo Joe. Se sentía impaciente y malhumorado, pero eso era común por la mañana.

—Prostitye —se disculpó Gauk.

—¿Tienes un título para mí? —preguntó Joe mientras preparaba su lapicero.
—La computadora de Tokio ha estado ocupada toda la mañana —respondió Gauk—. Así que lo hice a través de la otra más pequeña de Kobe. En algunas cosas Kobe es… ¿cómo se podría decir? más pintoresca que Tokio —se detuvo a consultar un pedazo de papel. Su oficina, como la de Joe, era un cubículo con un escritorio, un videófono, una silla recta hecha de plástico y un anotador— ¿Listo?

—Listo —Joe hizo un garabato con su lapicero.

Gauk carraspeó y leyó de su trozo de papel. Su expresión era sonriente y satisfecha; parecía seguro de sí mismo.

—Éste tuvo su origen en tu idioma —explicó, haciendo honor a una de las reglas que habían sancionado todos juntos, miembros de una logia desparramada sobre la faz de la Tierra, en sus pequeñas oficinas y miserables puestecitos; sin nada para hacer, sin tareas ni preocupaciones ni problemas difíciles. Sin nada, salvo el vacío indiferente de su sociedad, contra el cual cada uno de ellos protestaba a su manera, y al cual todos eludían, en conjunto, a través del Juego—. Título de libro —continuó Gauk—. Es la única pista que te puedo dar.

—¿Es conocido? —preguntó Joe

Sin prestar atención a su pregunta, Gauk leyó el papelito.

—Un ferrocarril callejero donde hay fuego de catedral.

—¿Amor? —preguntó Joe

—No. Ardor.

—Ferrocarril —dijo Joe pensando—. Ferrocarril callejero. ¿Pero qué significa 'fuego'? —garabateó con el lapicero, confundido.

—¿Y esto es lo que te dio la computadora de traducción de Kobe? 'Fuego' es 'llama’ —decidió—. Catedral. ¿'Iglesia'? ¿'Santuario'? ¿De santuario? No. 'Seo'. ¡Eso era! 'Sede religiosa'. De seo —lo anotó. Llama. Deseo. Y 'ferrocarril callejero' ¿sería tranvía? Claro. 'Dónde', el antiguo 'do`. Ya lo tenía—. Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams. Tiró el lápiz sobre el escritorio en señal de triunfo.

—Diez puntos para ti —dijo Gauk—. Esto te pone al mismo nivel que Hirshmeyer en Berlín y un poco más adelante que Smith en Nueva. York. ¿Quieres intentar otro?

—Yo tengo uno —dijo Joe. Extrajo una hoja de papel doblada de su bolsillo, lo extendió sobre la mesa y leyó—: Casamientos de santo sindicato sin posesión.

Miró a Gauk con la sensación de tener algo bueno. Lo había conseguido de la computadora de traducción más grande, en el centro de Tokio.

—Es fácil —dijo Gauk sin esforzarse—. Sindicato sin posesión, 'gremio' sin 'mío'. Bodas de sangre. Diez puntos para mí —los anotó.

—La biografía es fantasía —dijo Joe con cierto enojo.

—La tienes tomada con los españoles, hoy, ¿eh? Ese es de Olla de la Nave —dijo Gauk con una sonrisa amplia—. La vida es sueño.

—¿Olla de la Nave? —repitió Joe pensativo.

—Calderón de la Barca.

—Me rindo —dijo Joe.

Se sentía cansado; como siempre, Gauk le llevaba kilómetros en este juego de retraducir las traducciones de las computadoras de vuelta a su idioma original.

—¿Quieres probar uno más?

Dijo Gauk suavemente, su cara sin expresión.

—Uno más —decidió Joe.

—La mitad repetida frena a los que hacen miel de los dolores abdominales.

—Dios mío —dijo Joe, profundamente consternado. No sonaba a nada. `Dolores abdominales'. 'Cólicos', quizá. Melan-cólicos. Pensó rápidamente. La mitad repetida frena. Frena; ¿para? Pero la mitad repetida. No le veía solución. Durante unos instantes meditó en silencio—. No— dijo al final—. No lo puedo adivinar. Me rindo.

—¿Tan pronto? —preguntó Gauk, levantando una ceja.

—Bueno, no vale la pena quedarse sentado aquí el resto del día tratando de adivinarla.

—Re-medio —dijo Gauk.

Joe gimió.

—¿Gimes? —dijo Gauk— ¿Porque le erraste a una que tendrías que haber acertado? ¿Estás cansado, Fernwright? ¿Te cansa estar sentado en tu rinconcito, sin nada para hacer, hora tras hora, como todos? ¿Prefieres quedarte solo en silencio y no conversar con nosotros? ¿Dejarte llevar?

Gauk parecía estar seriamente preocupado, su cara se había oscurecido.

—Lo que pasa es que era fácil —dijo Joe a modo de excusa. Pero podía ver que su colega moscovita estaba lejos de creerle—. Y bueno —prosiguió—, estoy deprimido. No puedo aguantar más. ¿Sabes lo que quiero decir? Sí, lo sabes —esperó. Pasó un momento sin imagen, durante el cual ninguno de los dos habló—. Voy a colgar —dijo Joe, y empezó a hacerlo.

—Espera —dijo Gauk rápidamente—. La última.

—No —dijo Joe.

Colgó, y se quedó mirando al vacío. En la hoja de papel extendida delante de él tenía unas cuantas más; pero se terminó, se dijo con amargura. Se había disipado la energía, la capacidad para dilapidar toda una existencia sin un trabajo digno de ser llamado tal, reemplazándolo por el ejercicio de lo trivial; más aún, el ejercicio voluntario, como en el caso del Juego. Contacto humano, pensó; a través del Juego el cascarón de nuestro aislamiento se raja y quiebra. Nos asomamos, pero ¿qué es lo que vemos, en realidad? Reflejos de nosotros mismos, nuestros rostros pálidos y demacrados, dedicados a no hacer nada en particular. La muerte está muy cerca, pensó. Cuando uno piensa en todo esto, la puede sentir ahí al lado. ¡Qué cerca está!, pensó. Nadie me está matando; no tengo enemigos ni antagonistas. Es como el vencimiento de la suscripción a una revista: caduca un poco cada mes. Lo que me pasa, pensó, es que estoy demasiado vacío como para seguir participando. No me importa si ellos —los que siguen con el Juego— me necesitan, necesitan mi contribución rancia y gastada.

Y, sin embargo, mientras miraba su trozo de papel ciegamente, sintió que algo ocurría dentro de él: una especie de oscura fotosíntesis. Una concentración de las fuerzas que le quedaban; una operación instintiva. Abandonado a su suerte, su cuerpo funcionando sin orientación imponía su propio esfuerzo biológico en forma concreta. Comenzó a anotar otro título.

Marcó una comunicación vía satélite con Japón; luego dio los números de la computadora de traducción de Tokio. Con una rapidez nacida de larga práctica consiguió una línea directa con la enorme y ruidosa maquinaria, evitando al ejército de empleados que la atendían.

—Transmisión oral —le informó.

La pesada GX9 pasó de recepción visual a oral.

—El vino del estío —dijo Joe. Encendió el grabador de su videófono.

La computadora contestó de inmediato, dándole la equivalencia en japonés.

—Gracias y fuera —dijo Joe, colgando. En seguida llamó a la computadora de traducción de Washington, D.C. Rebobinó la cinta del grabador de su videófono, y reprodujo las palabras japonesas —nuevamente en forma oral— para la computadora, que traduciría la frase japonesa a su idioma.

—El era oriundo del hermano del padre.

—¿Qué? —dijo Joe, riéndose—. Repita, por favor.

—El era oriundo del hermano del padre —dijo la computadora con la paciencia y nobleza de los seres superiores.

—¿Esa es la traducción exacta? —preguntó Joe.

—El era oriundo…

—Está bien, corte —dijo Joe. Colgó y se sonrió unos instantes; volvió a sentir que la energía corría por su cuerpo, despertada por ese humor humano que lo llenaba de vigor. Vaciló un instante, pensando, y luego decidió marcar el número del bueno de Smith en Nueva York.

—Oficina de Abastecimiento y Suministros, Sección Siete —dijo Smith, y su cara perruna, acosada por el aburrimiento, apareció en la pequeña pantalla gris—. Hola, Fernwright. ¿Tiene algo para mí?

—Una fácil —dijo Joe—: Él era oriundo…

—Espere que haya escuchado la mía —le interrumpió Smith—. Déjeme a mí primero. Vamos, Joe, ésta es fantástica. No la va a sacar nunca. Escuche —leyó rápidamente, tropezándose con las palabras—: El caballero anterior afirma te entreguen. Por 'Primero que te diviertas' .

—No —dijo Joe.

—No, ¿qué? —Smith le miró frunciendo el ceño—. Ni siquiera lo ha intentado; se quedó ahí sentado. Le doy tiempo. Las reglas estipulan cinco minutos; son suyos.

—Me retiro —dijo Joe.

—¿De qué? ¿Del Juego? ¡Pero si tiene una puntuación excelente!

—Me retiro de mi profesión —dijo Joe—. Voy a abandonar este lugar de trabajo y cancelar mi videófono. No estaré aquí, así que no podré jugar —respiró hondo y prosiguió—. Tengo sesenta y cinco monedas de cuarto de dólar ahorradas. De antes de la guerra. Me llevó dos años.

—¿Monedas? —Smith lo miró boquiabierto— ¿Dinero de metal?

—Están en una bolsita de amianto debajo del calefactor en mi habitación —dijo Joe. Haré la consulta hoy, se dijo—. Hay una cabina a la vuelta de mi edificio —le dijo a Smith. Espero tener suficientes monedas, pensó. Dicen que Don Empleo da tan poco -o para expresarlo de otro modo- cobra tanto... Pero sesenta y cinco monedas es bastante. Equivalen a... Tenía que calcularlo en su anotador—. Diez millones de dólares en vales —informó a Smith—. De acuerdo con el cambio oficial de hoy, que salió en el diario de la mañana.

Después de una pausa eterna, Smith habló con lentitud.

—Ya veo. Bueno, espero que tenga suerte. Conseguirá que le diga veinte palabras por lo que tiene ahorrado. Quizá dos frases. 'Vaya a Boston. Pregunte por' y luego se cortará; se cerrará herméticamente. El depósito de monedas hará un ruido, y sus monedas estarán allí abajo, en una red de viaductos, impulsadas por presión hidráulica hasta la central de Don Empleo en Oslo —se frotó debajo de la nariz, como para eliminar cualquier vestigio de humedad—. Le envidio, Fernwright. Quizá dos frases sean suficientes. Yo lo consulté una vez. Le entregué cincuenta monedas. 'Vaya a Boston', me dijo. 'Pregunte por'. Y luego cortó. Me pareció que se divertía, que le gustaba cortar la comunicación en el momento justo, como si mis monedas lo hubieran incitado al placer, a esa clase de placer que podría satisfacer a un ente mecánico. Pero no deje que lo desanime.

—Claro que no —replicó Joe estoicamente.

—Cuando haya consumido todas sus monedas… —prosiguió Smith, pero Joe lo interrumpió con una voz llena de aspereza:

—Al grano.

—Ningún ruego.

—Está bien.

Hubo una pausa. Los dos hombres se miraron.

—Ningún ruego —dijo Smith al fin—, ninguna argucia posible hará que esa condenada máquina le diga una sola palabra más.

—Mmm —dijo Joe.

Trató de aparentar indiferencia, pero las palabras de Smith habían surtido efecto. Sintió que su entusiasmo se enfriaba. Los vientos fríos y huracanados del miedo soplaban en su alma. Miedo de terminar con las manos vacías. Una frase truncada de Don Empleo, y entonces, como decía Smith, el fin. Don Empleo era la imagen antediluviana del hierro mudo cuando se apagaba. La quintaesencia del rechazo. Si existe una sordera sobrenatural, pensó, es la de Don Empleo cuando a uno se le acabaron las monedas.

—¿Puedo darle otra que conseguí de la traductora de Namangan?' —dijo Smith—. Es cortita. Escuche —sus dedos alargados recorrieron apresuradamente la lista que tenia ante él—: Cacería Alba, película famosa del año.

—Casablanca —dijo Joe sin expresión.

—¡Sí! Dio en el blanco, Fernwright, ¡justo en el centro, con bandera y todo! ¿Quiere otra? ¡No corte! ¡Tengo una realmente buena aquí!

—Désela a Hirshmeyer en Berlín —dijo Joe y colgó.

Me estoy muriendo, se dijo.