martes, febrero 12, 2013

Una superchería para nuestro siglo, por Aldous Huxley


(Leyendo este interesantísimo libro, me topé con este texto de Aldous Huxley sobre el psicoanálisis. Delicioso)

La frenología, la fisiognomía y el magnetismo nos parecen hoy en día ciencias bastante cómicas y extrañas. Hemos perdido nuestra fe en la protuberancia de las protuberancias; y para dar una explicación a los fenómenos del hipnotismo y de la sugestión, ya no tenemos necesidad de recurrir a la caricatura de la teoría del magnetismo. Sin embargo, hace un siglo, la gente que aportaba a la ciencia lo que se denomina – sin ironía alguna – un interés esclarecido eran en su mayor parte fervientes admiradores de Lavater, de Gall y de Mesmer. Balzac, por ejemplo, creía muy sinceramente en sus doctrinas, y su Comedia humana rebosa de presentaciones pseudo-científicas de la teoría de las protuberancias y fosas craneales y de otros fluidos magnéticos. 

Al releerlas ahora uno se sorprende – una sonrisa condescendiente en los labios – de que un hombre tan sensato como Balzac, por no decir un hombre de genio, haya podido creer tan inverosímiles tonterías, y más extravagante aun, pensar que hayan podido tener alguna relación con la ciencia. En nuestro siglo tan esclarecido, este tipo de cosas no podrían suceder, no decimos con suficiencia.

Pero, lamentablemente, sí, es posible. Algunas vagas mentes diletantes y bien pensantes, que en 1925 se veían como seres particularmente esclarecidos sobre cuestiones científicas, descubrieron con la más gran delectación una cosa casi tan estúpida, fácil e inexacta, una cosa casi tan divertida, excitante e irresistiblemente “filosófica” como las teorías de Gall o de Mesmer. La frenología y el magnetismo se unieron a la magia negra, la alquimia y la astrología. Pero no hay ninguna necesidad de lamentar su pérdida; los fantasmas de nuestros antepasados no tienen ninguna razón para compadecerse de nosotros. En realidad, casi podrían envidiarnos. Ya que hemos puesto la mano sobre una cosa más divertida que la frenología. Hemos inventado el psicoanálisis.

Dentro de cincuenta años, ¿adivinan cual será la pseudos-ciencia preferida del novelista, de la mujer mundana y del investigador cándido pero sin suficiente rigor científico para proseguir después del primer “eureka”? Será algo, podemos estar seguro, que, un siglo más tarde, parecerá tan grotesco como nos parece hoy en día la frenología y como parecerá el psicoanálisis a su vez a la próxima generación. La mente a la que atraen las pseudos-ciencias es del género intemporal. Todos los seres pensantes quieren conocer los secretos del universo; pero se lanzan por caminos diferentes en su búsqueda de la verdad. El hombre de ciencia se apoya en la experiencia, la prueba pasada por la criba y una lógica rigurosa. El individuo no científico, que sin embargo aspira a serlo (ya que es más abiertamente místico de lo que desearía), prefiere métodos menos arduos. Las gentes de este tipo son en general incapaces de razonar con precisión; no tienen más que una vaga concepción de lo que constituye una prueba. Creen que existen atajos hacia lo absoluto, escaleras de servicio que suben a los pisos de la certeza y planes del estilo “ganar pronto y mucho” para adquirir la verdad. Al no comprender las ciencias más arduas y su métodos laboriosos, se dedican al estudio de lo que les parece una verdadera ciencia – una pseudo-ciencia.

De la magia al magnetismo pasando por la astrología y hasta el psicoanálisis, el objeto de todas las pseudo-ciencias ha sido siempre el Hombre – y el Hombre en su naturaleza moral, el Hombre en tanto que ser que sufre y disfruta. La razón no es difícil de encontrar. El Hombre, que es el centro, por no decir el creador de nuestro universo, sigue siendo el más espectacular y apasionante de los temas de estudio. Quien más, quien menos, conocemos todos al Hombre o, al menos, lo pensamos; ninguna necesidad de formación previa para aplicarse a su estudio. Una ciencia del Hombre se presenta como el atajo más rápido hacia el saber absoluto – tal es pues la invariable materia de las pseudo-ciencias.

Los métodos de todas estas “ciencias” desprenden un mismo aire de familia: utilización de argumentos basados en la analogía en lugar de razonamientos lógicos, aprobación de todo tipo de evidencias útiles sin verificación experimental, elaboración de hipótesis consideradas en seguida como hechos, deducción de leyes a partir de un único caso mal observado, transformación de connotaciones de determinados términos cuando mejor conviene y apropiación espontánea del sofisma post hoc ergo propter hoc (después de esto luego a causa de esto). Así actúan las mentes no científicas que buscan la verdad para montar el extraño y formidable edificio de sus doctrinas.

Algunas de estas pseudos-ciencias han disfrutado en el pasado, incluso durante milenios, de una gran popularidad. Pero el desarrollo de ciencias auténticas, la generalización de la educación y el acceso al conocimiento han acelerado recientemente de forma considerable el proceso de su nacimiento y declive. La astrología y la magia perduraron durante decenas de siglos en las antiguas naciones civilizadas, pero el magnetismo no duró más que una generación antes de desaparecer. La frenología no vivió mucho más tiempo, y, de todas las prometedoras estrellas pseudo-científicas del siglo XX, los Caballos sabios de Elberfeldt no consiguieron salir en la prensa más que dos o tres años; los sublimes rayos N de Nancy no ondularon demasiado tiempo hacia la nada después de un estallido popular que, aunque intenso, fue de breve duración. El psicoanálisis ha durado y, podemos estar seguros, va a durar mucho más tiempo por la simple razón de que su carácter erróneo no puede ser probado de forma concluyente por un único experimento, como sucedió con los rayos N. Sin embargo, como todas las otras grandes pseudo-ciencias del pasado, la seguridad del absurdo aparecerá y crecerá poco a poco en la mente de sus adeptos, hasta que al fin incluso aquellos lucen una mirada inteligente con respecto a la ciencia lo consideren demasiado manifiestamente absurdo como para ser creído. De aquí a entonces, algún nuevo genio anti-científico habrá hecho su aparición con una nueva pseudo-ciencia, y los ex-fanáticos de Freud no estarán de duelo. 

La pseudo-ciencia que es el psicoanálisis es uno de los más bellos especímenes del género jamás concebido por la mente humana. Su prodigiosa popularidad, que alcanza a todas las clases, salvo a la de los científicos, da suficiente testimonio de ello. Y, cuando se profundiza en él, se descubre que en efecto posee todas las cualidades que una pseudo-ciencia debe idealmente tener. Para empezar, trata del Hombre en su naturaleza moral. A continuación, a sus estudiantes no se les exige ninguna formación particular o inteligencia relevante. Ningún doloroso esfuerzo intelectual a aportar para seguir sus argumentos; los cuales, por otra parte, sólo se presentan en pequeño número en el sentido estricto del término. Cualquiera es capaz de aceptar declaraciones infundadas como  hechos, cualquiera siente una afinidad particular con lo simbólico y una atracción por retorcer la lógica que representa la deducción analógica puede estudiar el psicoanálisis. Pero esta ciencia tiene muchos otros atractivos, y más positivos aun. A los depresivos, les propone curas (que rellena sus promesas es un tema del que tendremos que ocuparnos más tarde); es, como siempre ha sido, una medicina patentada para las clases distinguidas. A aquellos que quieren conocer los atractivos misterios del sexo – y, después de todo, ¿quien no quiere conocerlos? – ofrece todo un lote de anécdotas y de teorías de lo más fascinantes. Si solamente pudiera incorporar un método para predecir el futuro o incluso una receta milagrosa para ganar millones sin trabajar, el psicoanálisis se convertiría en una pseudo-ciencia tan completa como lo fueron la astrología, la magia o la alquimia. Pero quizás con el tiempo puedan conseguirse esas mejorías de la teoría; los psicoanalistas son tipos desenvueltos y con mucha inventiva. Por el momento, incluso tomándolo como es, sigue siendo incomparablemente superior al magnetismo, a la frenología y a los rayos N, e inferior solamente a las creaciones más grandiosas del espíritu anticientífico.

Mi profunda incredulidad con respecto al psicoanálisis nació hace ahora varios años con la lectura de la teoría freudiana de la interpretación de los sueños. Fue el mecanismo de lo simbólico, a través del cual el analista transforma los datos evidentes para convertirlos en el contenido de un sueño oculto, lo que quebrantó la poca fe que le hubiera podido conceder al sistema. Me pareció, mientras recorría esas listas de símbolos y esas obscenas interpretaciones alegóricas de sueños por lo demás simples, que ya conocía este tipo de proceder de antemano. Me acuerdo por ejemplo de esa interpretación pasada de moda del Cantar de los cantares; los encantadores bestiarios de los que nuestros antepasados de la Edad Media se servían para aprender las grandes lecciones de ética contenidas en la historia natural me vienen a la memoria. Siempre he dudado de que el leopardo sea verdaderamente un símbolo viviente de Cristo (o, como afirman otros bestiarios, del Diablo). E, incluso en mi primera infancia, nunca estuve demasiado convencido de que la tierna señorita del Cantar de los cantaresencarnara poéticamente a la Iglesia y su amante, al Salvador. ¿Por qué debería aceptar como válido el simbolismo del doctor Freud? No hay más razones para creer que subir unas escaleras o volar en el cielo sean sueños equivalentes al coito que para creer que la chica del Cantar de los cantares representa a la Iglesia de Cristo. Por una parte, nos encontramos con la afirmación de algún piadoso teólogo de que una canción de amor aparentemente escandalosa es de hecho, si aceptamos interpretarla en el sentido correcto, la expresión de una inocente y efectivamente loable aspiración hacia Dios. Por otro, tenemos a un médico sosteniendo que una inocente acción hecha en un sueño es, cuando se la interpreta de la forma adecuada, el símbolo del acto sexual. Ninguna de estas dos explicaciones aporta la menor prueba; cada una por el contrario nos abandona en manos de una afirmación tan plana como infundada. En todos los casos, sólo los que tienen la voluntad de creer son los que tienen necesidad de creer, y no hay ninguna prueba que permita obtener el asentimiento del escéptico. Que una cosa tan fantasiosa como esta teoría de la interpretación por el sesgo de los símbolos (que están prestos a significarlo absolutamente todo según el humor del analista) haya podido un día ser considerada como poseedora de siquiera una onza de valor científico, es verdaderamente increíble. Observaremos de paso que mientras todos los psicoanalistas están de acuerdo en decir que los sueños tienen la más alta importancia difieren profundamente en sus métodos de interpretación. Freud descubre deseos sexuales reprimidos en todos los sueños; Rivers ve la resolución de un conflicto mental; Adler, la voluntad de poder; y Jung, un poco de todo mezclado. Los psicoanalistas dan la impresión de vivir en el maravilloso universo trascendental de los filósofos, en el que todo el mundo tiene razón, donde todo es verdad, donde toda contradicción se tranquiliza. Pueden permitirse perfectamente dejar caer una sonrisa de piedad sobre los que practican otras ciencias, que chapotean en el universo fangoso en el que sólo una de las dos posibilidades de una contradicción puede ser tenida por verdadera en un momento dado.

Fue la interpretación simbólica de los sueños la que quebrantó en primer lugar mi fe en el psicoanálisis. Pero una crítica sistemática de la teoría debería empezar por poner en cuestión sus doctrinas aun más fundamentales. Está la hipótesis, por ejemplo, que quiere que los sueños sean siempre profundamente significativos. Eso es para los psicoanalistas un hecho admitido, aunque sea, es lo menos que puede decirse, igualmente probable que los sueños no tengan prácticamente ninguna significación y no sean nada más que vagas e incoherentes series de asociaciones de ideas desencadenadas por estímulos físicos internos (como la digestión), o externos (como el sonido de una campana o el ruido de una carreta).

La hipótesis psicoanalítica según la cual los sueños tienen el más alto valor significativo se hizo de hecho necesaria por esa otra hipótesis aun más fundamental que es la existencia del inconsciente freudiano. Leer una descripción del inconsciente hecha por el psicoanalista, es leer un cuento de hadas. Todo es terriblemente excitante y dramático. El inconsciente, no explican, es una especie de antro o de infierno a donde son enviados todos los malos pensamientos y los deseos villanos que entran en conflicto con nuestros deberes sociales del mundo exterior. En la puerta de esta guarida, un ser misterioso, al que se llama censor monta guardia para asegurarse de que no se escapen. La vida es muy activa en el mundo subterráneo de la mente: los viles deseos hormiguean en el antro del inconsciente intentan escaparse sin cesar, y el censor debe impedirles alcanzar la conciencia. Las dos partes recurren a las estratagemas más extraordinarias y más ingeniosas: los malos pensamientos se disfrazan, toman el aspecto de vírgenes asustadizas y surgen como inofensivos pensamientos; eso es lo que sucede en los sueños. De ahí el significado de los sueños y la necesidad de interpretarlos simbólicamente, con el fin de alcanzar su sentido oculto, es decir descubrir cual es el mal pensamiento que se oculta bajo sus disfraces. En ocasiones, cuando los malos pensamientos son demasiado fuertes son demasiado fuertes para el censor y llegan sin ninguna dificultad a hacerse un camino hacia la salida, es el propio censor el que les proporciona sus bonitos vestiditos, y les empuja a llevar una máscara para no dar demasiado miedo a la mente consciente con sus aspectos espantosos. Los pensamientos reprimidos y el censor dan prueba de una increíble ingeniosidad en la invención de estratagemas. Da la impresión de que son mucho más malignos que la pobre y estúpida mente consciente, que, a menos que sea la de un sicoanalista sería incapaz de imaginar fintas y combinaciones tan ingeniosas. La autenticidad de este apasionante mito antropomórfico es asumida alegremente por todos los psicoanalistas que se aplican a basar en el sus argumentos, como si se tratara de un hecho científicamente probado.

El examen de todos los demás grandes “hechos” del psicoanálisis demuestra que no son más que simples hipótesis que derivan exactamente de los mismos procedimientos. Está por ejemplo la hipótesis de la existencia de un complejo de Edipo universal. Está la hipótesis de que los niños pequeños experimentan sensaciones y deseos sexuales. Los bebés de teta, nos explica Freud, conocen un verdadero placer sexual; y, para probarlo, nos pide que observemos sus caras que manifiestan, cuando maman, esa expresión perfectamente beata que, en la vida adulta, no parece más que tras la culminación del acto sexual. He aquí una prueba particularmente científica. Podríamos igualmente decir que la expresión de profunda sabiduría y contemplación extática que vemos a menudo en las caras de los bebés reposando dulcemente en sus cunas es la prueba manifiesta de que son grandes filósofos, absortos en reflexiones sobre el libre albedrío, la predestinación y la teoría del conocimiento. Está además, la hipótesis de que la mayor parte de los seres humanos son, de una u otra forma, a la vez homosexuales y heterosexuales. Está la hipótesis que sostiene que un gran número de niños conocen el erotismo anal. Y así sucesivamente. Ni una sola prueba para respaldar esa hipótesis – pero todas son consideradas como hechos. 

Los psicoanalistas defienden su teoría poniendo por delante los éxitos de sus terapias. Dicen que la gente se cura por el psicoanálisis; por consiguiente la teoría del psicoanálisis es exacta. Este argumento sería sin duda más convincente de lo que es, si simplemente pudiera ser probarse: primero, que hay gente que ha sido curada por el psicoanálisis después de que fallara todo otro método; y segundo, que han sido curados por el psicoanálisis y no por la sugestión que obra de una forma u otra en el curso del ritual psicoanalítico. En su excelente libro, Psychoanalysis Analysed, el doctor McBride relata casos de fobias, que supuestamente son particularmente receptivos al tratamientos por métodos psicoanalíticos, que sin embargo fueron curados por el simple procedimiento del razonamiento con el paciente sobre sus propios miedos. La posibilidad de que las curaciones por el psicoanálisis sean realmente causadas por la sugestión debe ser seriamente considerada. Por supuesto, los psicoanalistas repudian con indignación esta noción y declaran a coro que la sugestión es absolutamente extraña a sus procederes y que no la practican por supuesto nunca. La publicación de sus relatos de casos muestra con bastante claridad que la sugestión es, evidentemente, empleada, sea de forma intencionada o no. El relato – particularmente conocido y absolutamente indignante – del “Pequeño Hans”, es un buen ejemplo, en tanto que Freud, en su informe, anticipa la acusación de que el niño pueda haber sido influenciado por la sugestión admitiendo un amor incestuoso por su madre y el deseo de matar a su padre. ¿Cómo el psicoanalista consiguió vencer las pretendidas “resistencias” de su paciente sin recurrir a la sugestión? Si los paciente depresivos son en efecto curados con la ayuda de métodos psicoanalíticos, es porque van a ver a su analista teniendo confianza en sus poderes; aceptan su afirmación según la cual sufren de un complejo reprimido y que curarán cuando éste sea expuesto a la luz de la conciencia. Se ponen en manos de su sanador. Con el tiempo, el psicoanalista sacará un soberbio complejo de su chistera, fechado en su primera infancia. “He aquí al culpable. Lo hemos arrancado de su guarida. Está usted curado”. Y el depresivo está curado. Pero la curación probablemente se hubiera efectuado de una forma mucho más expeditiva si se hubiera empleado directamente la sugestión y el hipnotismo desde el principio. Y, de la misma manera, si se hubieran empleado otros métodos, el paciente no hubiera abandonado lugares como lo ha hecho, con la cabeza llena de cuentos fantásticos, peligrosos – para cualquiera que tenga una tendencia a la depresión – y francamente descorazonadores, que constituyen la teoría psicoanalítica.